No recuerdo haberle escuchado nunca hablar de su padre o su
madre, debió quedar huérfano muy joven, sólo de su tía Helen y de sus hermanos,
Luis y Blanca. Nació el mismo día en que el dictador Franco, con otros
militares, se sublevó contra la República y su legítimo gobierno, el 18 de
julio de 1936, lo que, quizás, le llevó a luchar contra la larga dictadura con
lo que sabía y podía: a través de la cultura y, anticlerical y ateo convencido,
se fue el 15 de agosto, día de la Virgen. Ironías del destino.
Un día del primer año de la década de los setenta, a un
jovencísimo estudiante de bachillerato del Instituto Sandoval y Rojas, en lo
que entonces era Avenida de los Caídos hoy del Ferial, que, ignoro por qué, se
encontraba en el salón de actos del centro, Julio López Laguna le preguntó por
un bombín; sí, un bombín, un sombrero que habían alquilado para una
representación teatral y tenían que devolver. Aquel fue mi primer contacto con
quien poco después se convertiría en maestro, amigo, compañero y familia gracias
a Clunia, Teatro de Cámara.
Julio, junto a Paito, Paco, los Luises, Chuchi, Fernando
Rico y Ortiz, Carlos, Feliciano, Tere, Marisa, Merche, José Carlos, José
Antonio, Loli, Ramón Ángel y mucha más gente se embarcaron en la aventura de
convertir una nave de la calle Hospicio en un teatro y lo consiguieron, lo
conseguimos porque yo, que vivía muy cerca, me infiltré en aquel grupo y, durante
al menos quince años, anduve por allí haciendo de todo con mucha más gente que
se sumaron al proyecto, entre otras Isabel, cuando abandonó su Madrid para convertirse
en la imprescindible e inseparable compañera de Julio, con momentos buenos, muy
buenos y también malos y muy malos, de persecuciones, calumnias y acusaciones
falsas. Hasta hoy.
Ayer recordaba con Isabel que mi primera actuación en Clunia
fue en la obra de Becket Esperando a Godot, un pequeñísimo papel de crío,
tendría trece o catorce años, con sólo tres frases; sí señor, no señor y otra, también
muy cortita cuyo texto no tengo muy claro. Seguro que Julio, que estaba de
cuerpo presente, si pudiera escucharnos, me habría apuntado. Luego siguieron
muchas más y de muchos autores: Buero Vallejo, Valle Inclán, Alberti, Blanco Amor,
Molière, Weiss, Dúrrenmatt, Lorca, Arrabal, Gogol, Tagore, y decenas más;
dramas, comedias, tragedias, recitales poético-musicales de Neruda, León
Felipe, Miguel Hernández y César Vallejo, entre otros espectáculos de todo tipo.
Aquella sala de la calle Hospicio, detrás de unas puertas de
cochera metálicas de chapa Pegaso pintadas de rojo fuerte con el nombre de Clunia,
teatro de cámara en letras góticas y su logotipo, dos manos, unidas por los
pulgares, haciendo la figura de la paloma de la paz, era mucho más que un
teatro; era una casa, una escuela, un lugar de encuentro, de análisis y debate, de reivindicación y
de lucha abierto a todas quienes tenían algo que decir, algo que expresar, algo
que reclamar. Allí no sólo aprendí cultura, teatro, literatura, poesía; aprendí
a vivir, aprendí valores importantísimos, y que no se olvidan, como la amistad,
la libertad, el respeto, la solidaridad y la tolerancia. Porque en Clunia no sólo hacíamos
teatro, también disfrutábamos y debatíamos y vivíamos; y cuando cerrábamos la puerta
seguíamos en el Valle, en el Castillo, y donde fuera necesario.
Hasta siempre Julio, cráneo privilegiado, y gracias por
todo.