Decía Somerset Maugham en la película de Edmund Goulding, “El filo de la navaja” que Larry Darrell
no es un gran protagonista. “Es posible
que cuando su vida se extinga no deje más huella de su paso por este mundo que
la que una piedra al caer en el río deja en la superficie del agua. Pero
también es posible que la forma de vida que ha elegido tenga una influencia
cada vez mayor sobre sus semejantes hasta el punto de que, mucho tiempo después
de su muerte, tal vez se descubra que en
esta época, vivió un ser excepcional, fuera de lo común”.
Esta vez no pudo elegir. Antes de lo que había previsto “si
mi abuelo, que fumaba, vivió 103 años, yo dos más, no pido mucho”, la dama de
negro vino a por él. De "Los Brunos”, por parte de madre, Librada, esa que tan
presente tuvo siempre en su mente, la
mujer más importante en su vida, Julián Ayala Cuevas nos dejó esta mañana, en su casa, su mundo, lo segundo más
importante en su vida, esa casa remodelada, bajo su atenta supervisión, por el
maestro albañil Miguel Vicario, de Valdeande, en 1994, y de la que tan orgulloso ha estado siempre. Esa casa en la que los numerosos relojes ya no dan las horas.
Lector y relector
Pocos días después de escribir sobre él en este mismo blog,
en 2015, lo vi por la ventana abierta de esa sala en la que, mucho tiempo antes
–en enero de 1981- se celebró el campeonato de guiñote que tanto me recordó, a lo largo de su vida, por las fotografías que hice aquella jornada, leyendo, releyendo para ser más preciso, ante la mirada
acostumbrada de su loro, “El filo de la navaja”, de William Somerset Maugham,
publicada en 1944, cuando Julián apenas contaba 8 años, su obra favorita. Julián disfrutaba con su protagonista, Larry Darrell y su
búsqueda permanente de la sabiduría, con quién se identificaba plenamente, a
pesar de las grandes diferencias existentes entre ambos. Acababa de pasar una semana en el hospital y
aquello le marcó profundamente. Creo que fue la primera vez en su vida, con 80
años “y el vino que me he bebido” que se sintió vulnerable y tuvo miedo de no
estar eternamente para cuidar de su casa.
¿Crees que debería comprarme un ordenador?, me preguntó
mientras leía el blog en la pantalla del teléfono móvil, porque dicen que se
puede descubrir todo lo que quieras
buscar. Hay poco comparable al tacto del papel y el sonido que se produce al
pasar las hojas de un periódico o un libro impreso, le contesté, mientras
pensaba en que nunca tuvo televisión, porque no quiso, ni teléfono móvil, sólo,
que no es poco, sus libros -muchos- y sus discos. Aún así tenía, en un rincón
de su museo, un vetusto ordenador -quizás un 386- que posiblemente nunca se
haya puesto en marcha en esa ubicación. También dispuso, durante un tiempo
impreciso, de una conexión a internet a través de su línea de teléfono que alguna
desaprensiva teleoperadora le contrató con engaños y a través de la cual nunca
accedió a ningún lugar.
Comenzó a trabajar pronto. En 1949, con 14 años hizo una
campaña en la Azucarera “en Molinos, cuando era director don Santiago Marraco”.
Más tarde, seis años con Virgilio Ridruejo “hubiera preferido la cárcel de duro
que era”, luego en otros lugares y de
1965 a 1985 en la constructora BIGAR.
Durante muchos años Julián fue un soltero empedernido y
pretendido y, cuando le interrogaban por su soltería siempre contestaba lo
mismo, ¿por qué elegir sólo una y despreciar a todas las demás? Al final, eligió a una y, tras ocho años, de
luces y sombras, tuvo que elegir de nuevo “tu casa o yo” y volvió a elegir. También eligió a sus amigos, muchos y leales y a sus compañeros de juergas y jaranas; peñista de El Chilindrón y la Sol y Sombra y hermano de varias cofradías.
Creo que nunca olvidaré a Julián en aquel primer sábado de
mayo de 2015, a mediodía, antes de La Bajada de la Cruz, en la plaza de los
Tercios, sentado, como contemplando sus dominios, con esa majestuosa pose
aristocrática, como le correspondía por sus auto concedidos títulos nobiliarios:
Canciller de Castilla, Gran Señor de San
Juan, Marqués de Ayala, Duque de Cuevas, Vizconde de Caleruega y Barón de la
Colonia, y la posterior visita a sus auténticos dominios: su casa y su
alma. Tampoco la última vez que hablé con él, hace pocas semanas, acompañado por su inseparable, en
estos últimos años, sobrina Montse, precisamente
en La Bajada de la Cruz (creo que nunca ha faltado a la celebración), frente a
Santa María, con la cabeza cubierta por
un tocado de plumas indio (de su espléndida colección de sombreros), cansado
pero animado y con esa dignidad que siempre le caracterizó. Nos saludamos con la alegría del reencuentro, tras algunos
meses, pero con la extraña sensación de que era una despedida.