Luce el sol sobre el páramo. El cielo está azul y tan sólo
se divisan pequeñas nubes blancas sobre el Alto de Pradales, con sus molinos de
viento. Hace calor para ser diciembre y se está bien en manga corta. Camino muy
despacio, mirando al suelo, entre hierbas, matojos y arbustos que me resultan
muy familiares pero cuyo nombre desconozco. Un conejo, o liebre pues no los
distingo, salta delante de mí corriendo asustado. No veo setas. A lo lejos
suenan disparos de escopeta, de cazadores que habrán avistado alguna presa. De
vez en cuando, una grajilla sobrevuela los campos emitiendo graznidos.
Ando mucho. Recorro los perdidos escudriñando cada palmo de
terreno. Veo un pastor con su rebaño y un par de perros.
-¿Cuántas llevas, doscientas?,
le pregunto.
-¡Quiá!, si no van más
de quinientas he perdido la mitad por el camino.
-Calculo muy mal. No
veo churras, ¿es más rentable la leche que la carne?
-Antes llevaba sólo
churras pero no pagan nada por los lechazos, así que he cambiado.
Nos presentamos. Es Evelio, de La Sequera y conocía mucho a
mi padre y a mi tío Fabrilo, por la Azucarera y los abonos. Va mucho por
Adrada (el pueblo de mis antepasados por vía paterna), me cuenta;
-anteayer,
precisamente, estuve allí cenando, con Herminio, el alguacil, y un amigo de
Fuentemolinos.
Charlamos un rato; le muestro la cesta con el puñado de
setas que he recolectado en poco más de una hora. Evelio levanta la gorra impermeable con una mano, se acaricia la cabeza con la otra y sentencia
-No han salido; entre
que no ha llovido nada, que no quedan perdidos y que cada vez sois más
buscando, apenas se encuentran. Fíjate yo, que estoy todo el día en el campo y
he cogido las justas para probarlas.
Las ovejas han seguido su camino sin esperar a su cuidador.
-Me voy a aquellos
rastrojos y vuelta para casa. Si vas por Adrada quizás nos veamos.
-No voy mucho pero
será un placer encontrarte. Encantado de conocerte.
Hay unas ruinas a unos centenares de metros, cercanas a un gran nogal, que han
despertado mi curiosidad y sigo el camino hasta ellas. Quedan en pie varios muros de
piedra caliza de lo que pudo ser un
caserío; hay restos de varias casas y corrales, una bodega con el acceso en
aparente buen estado, invitando a bajar pero, por precaución, no desciendo a reconocerla. Observo
los restos de un lagar con tres profundas piletas repletas de enseres
inservibles –colchones, sillones, somieres, sillas e, incluso, un frigorífico-
(qué gente tan guarra) y los restos de un palomar con los nichos donde anidaban
las aves.
Me adentro por caminos desconocidos esperando no alejarme mucho,
explorando nuevos paisajes, Veo manchas, no muy extensas, de bosques de pinares
y muchas ruinas, de corrales en desuso, apriscos, rediles, tenadas que hasta hace no mucho tiempo albergaban los rebaños, como el de Evelio, que pastaban por el páramo . Llego a una zona que me resulta familiar y regreso a
casa.
No sé por qué me he acordado de Miguel Delibes.