sábado, 10 de diciembre de 2016

Mañana campestre

Luce el sol sobre el páramo. El cielo está azul y tan sólo se divisan pequeñas nubes blancas sobre el Alto de Pradales, con sus molinos de viento. Hace calor para ser diciembre y se está bien en manga corta. Camino muy despacio, mirando al suelo, entre hierbas, matojos y arbustos que me resultan muy familiares pero cuyo nombre desconozco. Un conejo, o liebre pues no los distingo, salta delante de mí corriendo asustado. No veo setas. A lo lejos suenan disparos de escopeta, de cazadores que habrán avistado alguna presa. De vez en cuando, una grajilla sobrevuela los campos emitiendo graznidos.


Ando mucho. Recorro los perdidos escudriñando cada palmo de terreno. Veo un pastor con su rebaño y un par de perros.

-¿Cuántas llevas, doscientas?, le pregunto.
-¡Quiá!, si no van más de quinientas he perdido la mitad por el camino.
-Calculo muy mal. No veo churras, ¿es más rentable la leche que la carne?
-Antes llevaba sólo churras pero no pagan nada por los lechazos, así que he cambiado.

Nos presentamos. Es Evelio, de La Sequera y conocía mucho a mi padre y a mi tío Fabrilo, por la Azucarera y los abonos. Va mucho por Adrada (el pueblo de mis antepasados por vía paterna), me cuenta;

-anteayer, precisamente, estuve allí cenando, con Herminio, el alguacil, y un amigo de Fuentemolinos.

Charlamos un rato; le muestro la cesta con el puñado de setas que he recolectado en poco más de una hora. Evelio levanta la gorra impermeable con una mano, se acaricia la cabeza con la otra y sentencia


-No han salido; entre que no ha llovido nada, que no quedan perdidos y que cada vez sois más buscando, apenas se encuentran. Fíjate yo, que estoy todo el día en el campo y he cogido las justas para probarlas.

Las ovejas han seguido su camino sin esperar a su cuidador.

-Me voy a aquellos rastrojos y vuelta para casa. Si vas por Adrada quizás nos veamos.
-No voy mucho pero será un placer encontrarte. Encantado de conocerte.


Hay unas ruinas a unos centenares de metros, cercanas a un gran nogal, que han despertado mi curiosidad y sigo el camino hasta ellas. Quedan en pie varios muros de piedra caliza de lo que pudo ser  un caserío; hay restos de varias casas y corrales, una bodega con el acceso en aparente buen estado, invitando a bajar pero, por precaución, no desciendo a reconocerla. Observo los restos de un lagar con tres profundas piletas repletas de enseres inservibles –colchones, sillones, somieres, sillas e, incluso, un frigorífico- (qué gente tan guarra) y los restos de un palomar con los nichos donde anidaban las aves.


Me adentro por caminos desconocidos esperando no alejarme mucho, explorando nuevos paisajes, Veo manchas, no muy extensas, de bosques de pinares y muchas ruinas, de corrales en desuso, apriscos, rediles, tenadas que hasta hace no mucho tiempo albergaban los rebaños, como el de Evelio, que pastaban por el páramo . Llego a una zona que me resulta familiar y regreso a casa.


No sé por qué me he acordado de Miguel Delibes.